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Yo creo y rezo a un Dios que…

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Querido Mateo,

estoy haciendo Ejercicios Espirituales unos días en una casa preciosa en el campo. Veo las estrellas por la noche, como a tí te gusta. El jesuita Fer nos acaba de proponer que en este rato personal hagamos el siguiente ejercicio: «Para los que tenéis hijos, ¿cómo le contaríais a ellos en qué Dios creéis?» Me ha parecido un ejercicio difícil pero muy bonito. Y he pensado en contártelo a tí. Allá voy.

No hace falta mirar al cielo, pues Dios está entre nosotros, en todas las personas, paisajes y cosas. Descubrirle en el día a día es la manera de ser feliz para un cristiano. Para rezar no hace falta cerrar los ojos, elevarse… «basta con callar y hacer silencio». Pídele a Dios que te de esa mirada, esa sensibilidad.

Yo creo y rezo a un Dios que perdona, que sana, que libera. Da igual el pecado que cometas, que si te acercas a Él, se lo cuentas y muestras arrepentimiento, Él te abraza, te perdona, te libera, te salva.

Yo creo y rezo a un Dios sencillo, que como Jesús no busca protagonismo, ni honores, ni brillos, ni éxitos.

Yo creo y rezo a un Dios que no cree en los individualismos, que apuesta por lo comunitario, que me dice que la vida es para gastarla y para compartirla, sólo así será «vida en abundancia».

Yo creo y rezo a un Dios inconformista, luchador, peleón, que muchas veces incomoda… un Dios que necesita que reine la paz y la justicia. Y para ello, nos pide colaboración.

Yo creo y rezo a un Dios que me sobrepasa, cuando creo que lo conozco se ríe y me descuadra, me desmonta, a veces me llega a desesperar…. pero al final, todo cuadra, todo tiene un sentido.

Yo creo y rezo a un Dios alegre, simpático, tierno, celebrativo, que toca la guitarra, baila y canta, que disfruta del arte y de la belleza, que valora y agradece cada oportunidad, que vive la vida como si fuera un regalo.

Yo creo y rezo a un Dios  que me quiere libre. Me seduce, me atrapa, me cautiva, me fascina… pero nunca, nunca me agobia. Me quiere caminando libre. Avanzando. Tampoco me sobreprotege: a veces me desoriento y pierdo, a veces me caigo, Él me deja libre y nunca deja de acompañarme. Lo que él quiere es que esté siempre en camino, siempre libre.

En ese Dios creo, Mateo, a ese Dios rezo. Ojalá que tú encuentres tu propio Dios en el que creer, al que rezar. Ojalá le de tanto sentido a tu vida, como se lo da a la mía.

Te quiero, Mateo,

tu padre.

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Vidas en conversión

La Iglesia nos propone un tiempo de ayuno, oración y compartir lo que tenemos con los que menos tienen. Un tiempo para hacer silencio y vaciarnos haciendo hueco a Dios, que quiere habitar nuestro interior dotando de sentido nuestro día a día.

Siento la llamada a la continua conversión, «arrancando de mi pecho mi corazón de piedra, poniendo en su lugar un corazón de carne» (Ezequiel 11, 19). Cuando me pusieron la ceniza el pasado miércoles sobre la frente, me dijeron «conviértete y cree en el Evangelio.»

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¿Y qué significa esto en mi vida? Me siento en conversión cuando:

– Cuido mi vínculo con el Padre. Le escucho y no solo me escucho. Cuando entre el ruido y las prisas me atrevo a pararme y hacer silencio. Ser consciente de Su paso por mi vida. Agradecerle y pedirle. Cuando simplemente estoy con Él.

– Me vivo en movimiento. Peregrinando. Explorando nuevo caminos. Buscando más. No conformándome con lo establecido.

– Lo que escucho y veo a mi alrededor, por la calle, en los telediarios y periódicos… me afecta. Cuando me quito el chubasquero y todo aquello no me resbala, sino que me moja hasta llegar a calarme. Cuando de mi interior surge una petición sincera por todas aquellas personas que sufren a causa de injusticias y egoísmos de otras. Cuando de verdad me siento unidos a ellas. Así mudo mi corazón de piedra y lo sustituyo por uno de carne en el que cabe mucho más que lo mío.

– Eso que me afecta y que me hace compadecerme me lleva a movilizarme. Cuando doy cauce a esa rabia y esa pena que me produce ese dolor. No me quedo en la indignación.

Por eso ayunar, orar y compartir lo que tengo con los demás me ayuda a vivir este tiempo (y la vida). Son maneras de cuidar mi relación con Dios y de enlazarme con los demás. Por eso cuando pienso en Cuaresma, me viene a la cabeza una imagen tan bella y tan diferente al desierto de las tentaciones como ésta: un bosque frondoso y lleno de vida siendo de nuevo iluminado por el sol, que al igual que el Señor, ocurra lo que ocurra, falle o acierte, avance o me tropiece, da luz cada mañana, brinda un nuevo día.

Volver a comenzar

Volvamos a las primeras comunidades, donde la pasión y el contagio podían con el miedo. Volvamos a desgastar las suelas hasta llegar al sitio más remoto. Retomemos el camino a la intemperie. Recuperemos las ganas de gastar la vida. De desgastarnos. Releamos de nuevo los signos de los tiempos. Gritemos al otro la buena noticia. Prendamos fuego a todo, que los corazones ardan, los ojos se iluminen. Volvamos a tirar de esas cadenas que nos estrangulan hasta acabar con ellas.

Volvamos a reunirnos en torno a un fuego. Y mientras nos calentamos, volvamos a trazar un plan de salvación. Recuperemos la horizontalidad, sin jerarquías, ni medallas, ni rangos, ni insignias, ni sueldos, ni títulos, ni mitras, ni bastones de mando, ni méritos. Reiteremos. No desfallezcamos. A cada frenada, una nueva zancada. A cada valla, un nuevo salto. A cada insulto, una propuesta de mejora. A cada muro, un nuevo abrazo, más cálido y acogedor que el anterior.

Volvamos a ambicionar los mejores carismas, a localizar lo realmente importante y buscarlo de una manera radical. Que solo lo importante nos ponga de rodillas. Nos toca responder, nos toca implicarnos, mancharnos las botas de barro. Ya nada puede volver a ser como era. Somos testigos de una verdad que nos debe dejar inquietos hasta que crucemos la puerta. Volvamos a ser más de derechas que los de derechas y más de izquierdas que los de izquierdas. Calientes que no violentos, radicales pero no intransigentes, intensos que no injustos. Acogedores, amorosos, respetuosos, misericordiosos pero nunca tibios.

Lo bueno de la noche, del momento más oscuro de la misma, es que está a punto de acabar. Justo en ese momento en que el cielo no puede estar más negro, justo ahí sucede. El alba irrumpe, la luz vuelve y el día vuelve a comenzar.

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(Esto lo he escrito después de unos Ejercicios Espirituales preciosos con mi Comunidad en Villagarcía de Campos donde entre otras muchas cosas celebré mis 33 años de vida y nueva paternidad, después de leer a Charles de Foucauld, después de un fin de semana intenso y muy loco con el Partido Político «M+J» y después de escuchar durante casi una hora al loco de los locos y por eso buen amigo, Jorge)

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