Volver a comenzar

Volvamos a las primeras comunidades, donde la pasión y el contagio podían con el miedo. Volvamos a desgastar las suelas hasta llegar al sitio más remoto. Retomemos el camino a la intemperie. Recuperemos las ganas de gastar la vida. De desgastarnos. Releamos de nuevo los signos de los tiempos. Gritemos al otro la buena noticia. Prendamos fuego a todo, que los corazones ardan, los ojos se iluminen. Volvamos a tirar de esas cadenas que nos estrangulan hasta acabar con ellas.

Volvamos a reunirnos en torno a un fuego. Y mientras nos calentamos, volvamos a trazar un plan de salvación. Recuperemos la horizontalidad, sin jerarquías, ni medallas, ni rangos, ni insignias, ni sueldos, ni títulos, ni mitras, ni bastones de mando, ni méritos. Reiteremos. No desfallezcamos. A cada frenada, una nueva zancada. A cada valla, un nuevo salto. A cada insulto, una propuesta de mejora. A cada muro, un nuevo abrazo, más cálido y acogedor que el anterior.

Volvamos a ambicionar los mejores carismas, a localizar lo realmente importante y buscarlo de una manera radical. Que solo lo importante nos ponga de rodillas. Nos toca responder, nos toca implicarnos, mancharnos las botas de barro. Ya nada puede volver a ser como era. Somos testigos de una verdad que nos debe dejar inquietos hasta que crucemos la puerta. Volvamos a ser más de derechas que los de derechas y más de izquierdas que los de izquierdas. Calientes que no violentos, radicales pero no intransigentes, intensos que no injustos. Acogedores, amorosos, respetuosos, misericordiosos pero nunca tibios.

Lo bueno de la noche, del momento más oscuro de la misma, es que está a punto de acabar. Justo en ese momento en que el cielo no puede estar más negro, justo ahí sucede. El alba irrumpe, la luz vuelve y el día vuelve a comenzar.

NCwGqwE

(Esto lo he escrito después de unos Ejercicios Espirituales preciosos con mi Comunidad en Villagarcía de Campos donde entre otras muchas cosas celebré mis 33 años de vida y nueva paternidad, después de leer a Charles de Foucauld, después de un fin de semana intenso y muy loco con el Partido Político «M+J» y después de escuchar durante casi una hora al loco de los locos y por eso buen amigo, Jorge)

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Otras Navidades

A Santa Claus figurine hangs from a tree ahead of Christmas in a Christian slum in Islamabad December 24, 2014. REUTERS/Zohra Bensemra (PAKISTAN - Tags: SOCIETY RELIGION)

Como la foto, éste no va a ser un post bonito, que deje buen sabor de boca. Por si alguno o alguna ha comenzado a leerlo pensando lo contrario.

Tomo el nombre de la exposición que se está mostrando en la Iglesia de La Compañía en la ciudad de Valencia estos días y que al ver alguna nota de prensa que la anunciaba hizo que se me removiera todo.

Cuando tienes un hijo de alguna manera redescubres la Navidad. Con más fuerza te llega la ingente publicidad de juguetes, colonias, comidas gourmet y cajitas de experiencias de fin de semana. También eres más sensible a las campañas que pretenden concienciar, que pretende recordar (aunque sea por un momento) a toda esa gente que no va a vivir una Feliz Navidad. Y por último, te fijas más en la oferta de comidas, meriendas y cenas que convocan a viejos amigos, a familias, a compañeros de clase de anteriores etapas.

Y me pregunto: ¿cómo puedo gastarme dinero en regalos innecesarios o en comidas excesivas sabiendo que ese dinero lo necesitan tantos millones de personas para ir a la escuela, para comer, para tratar enfermedades, para beber agua potable, para proponer alternativas a niños y jóvenes que son peones de pandillas, grupos organizados y mafias, para combatir la marginalidad, la trata de personas…?

Conozco a muchas de esas personas que disfrutarían de manera indirecta este dinero que ahorraría de mi consumista Navidad y pondría a disposición de las Otras Navidades. Sé de muchas instituciones sociales de total confianza que gestionarían perfectamente este dinero.

Y entonces… ¿qué me frena? ¿La sociedad? Quizás haya una parte que yo no puedo cambiar. Pero no puedo echarle a ella la culpa de todo. La sociedad también soy yo. Empieza por mí. Lo que le regale a mi familia, lo que celebre y cómo lo celebre, lo que gaste, el tiempo que dedique a los demás… Eso no depende de nadie más que de mí.

Se me queda grande, sin duda. Ni mi cabeza ni mi corazón están preparados para que convivan en la misma Navidad el empacho de langostinos y la valla acuchillada de Melilla, las luces navideñas y la pobreza energética, las existencias acabadas de los Iphone 7 y las muertes en el Mediterráneo de aquellos que huyen en una guerra donde muchos dicen pero nadie hace nada.

No sé por dónde empezar, dicen que a problemas macros han de ponerse soluciones pequeñas, locales, que no dependan de otras personas.

Quizás empiece por ser consciente, por agradecer, por revisarme, por acercarme a este Misterio a la interperie, por proponerme adelgazar mi presupuesto y mi agenda  para poder compartir mi dinero y mi tiempo con los protagonistas de las Otras Navidades.

Digo quizás porque ya me conozco e igual que me propongo eso, me dejo llevar y acabo empachado de solomillo y foie. Y mientras repito roscón, toqueteo el último gadget de Apple y clamo en voz alta: «¡Qué mal están la cosas! ¡Qué pena! ¡Qué injusticia! ¡Pobre gente! ¡Hagamos algo ya!»

POR FIN LIBRE

Un día te levantas y decides partir. Llevas planeando el viaje mucho tiempo pero la decisión de partir no la meditas mucho. Si piensas demasiado, no lo harás, y el tiempo apremia. El tiempo no. Tu familia que te necesita. Necesita que salgas, que te lances a la aventura y que trates de alcanzar ese sueño, para que puedan seguir viviendo tus hermanos pequeños, tus padres, tus primos.

Y sales. Y pasas por Gao, Talyenda, Kidal. Pasas mucho calor durante el día, mucho frío al anochecer. Te paran los tuareg, te piden dinero, no es fácil, no es seguro. Pero sigues. Llegas a Argelia, a ratos andando, a ratos en algo parecido a un coche. A Timadnine, donde te obligan a dormir en un pequeño albergue del que no tienes derecho a salir hasta que no pagues. Pasas a Gardaia donde tienes un poco más de libertad ya que solo pagas por el derecho de paso. Te toca decidir: Libia o Marruecos. Eliges Marruecos. Una semana más tarde se hunde una embarcación cerca de la costa libia con 800 personas. 800 negros. Llegas por fin a Marruecos: tu casa durante los próximos seis meses. Tu casa es el bosque. Construyes un pequeño cobijo con plásticos y algunas mantas. Y te duermes…hasta que un ruido atronador te despierta, no entiendes qué pasa, ves luces de linternas y hombres de uniforme diciendo cosas que no entiendes en árabe marroquí. Queman todo. Pegan a tus compañeros. No ves bien qué le hacen a esa mujer que dormía con su hijo pequeño. Te escondes y no sales de ahí hasta la mañana siguiente. Y así transcurren los días. Te despiertas, vas a por agua en unas grandes botellas de plástico muy desgastadas, tratas de lavarte, bajas a la ciudad a mendigar algo de comida. Vuelves al bosque…y lloras. Ya no eres un niño, piensas, pero lloras como un niño.

Tu cabeza no te deja dormir, el estrés, la incertidumbre, pero sobre todo el miedo te impide alcanzar el sueño. Tampoco llega la oportunidad de alcanzar el otro sueño: el sueño europeo. No es tu sueño. Es el de tu familia, el de tus vecinos, el de tu país, el de África. Así que no lo piensas mucho más y ese día corres kilómetros hasta que llegas a la valla. Son seis metros como poco, no puedes meter los dedos por ningún lado para trepar. Te haces daño. Algo pincha, te quedas enganchado, pero al fin lo consigues y llegas hasta arriba. Estás sangrando mucho. Vuelves a bajar sin llegar al suelo y saltas a la siguiente valla. Otra vez arriba. Hace muchísimo viento, no sabes si vas a aguantar mucho aquí pero abajo hay gente vestida de uniforme hablando en español y cerca de una puerta abierta hacia el otro lado: es la puerta de salida. Ahora no puedes bajar, pero hace mucho viento. Uno de los del uniforme le sube un cuaderno y un boli a otro de tus compañeros. Se pone a escribir. ¿Qué dirá, qué mensaje quiere transmitirles? Tarda mucho en escribir todo, como media hora. Tras ese rato le devuelve el cuaderno al hombre del uniforme que le ayuda a bajar por unas escaleras que han colocado. Llega al suelo, ¡lo ha conseguido! Pero le ayudan a cruzar la puerta, la puerta hacia el otro lado, la puerta de salida, la puerta de la no bienvenida. No puedes bajar ahora. Pero hace mucho viento y pierdes el equilibrio.

Mamadou viene de Malí. Tiene 21 años. Mamadou trató de alcanzar el sueño europeo y como muchos otros, intentó saltar la valla de Melilla, pero se cayó y se dio un golpe en la cabeza. Ese día, cuando tantas personas estaban allí encaramadas, la escena parecía sacada de una obra de teatro. Una obra de teatro en la que cada uno se sabía su papel a la perfección: los que observan, los que trabajan y las víctimas que son las de allí arriba. Las víctimas son las que mejor se saben su papel: son los personajes sin voz. Sin voz, sin derechos y casi sin dignidad. No son víctimas, son héroes. Probablemente esa noche ninguno de los personajes de esa obra durmiera tranquilo. Mamadou sufrió un traumatismo craneoencefálico, pasó 15 días en coma, despertó y quedó discapacitado. “No esperábamos que nadie viniese a visitarle”. Mamadou no recuerda prácticamente nada de su vida. Desde que despertó pregunta constantemente por sus padres. Sus padres que probablemente nunca sabrán nada más de él. Resulta que la vida no es como nos la han contado siempre. La vida es así, la indiferencia de pocos está ganando a la necesidad de muchos. Pero Mamadou ya está en Europa. Nuestra Europa. Tu Europa. Mi Europa. Y así pasará el resto de su vida: en un centro especializado, siendo atendido y cuidado, sin entender nunca cómo terminó allí, cómo terminó así. Por fin libre.

PALAZÓN

                                                                                                    (Foto de José Palazón)

(Escrito por Nuria Ferré, trabaja e investiga en la Cátedra de Refugiados y Migrantes Forzosos de la Universidad P. Comillas y muchas cosas buenas más, pero sobre todo, Amiga)

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