AUTOR: JOSÉ MARÍA RODRIGUEZ OLAIZOLA SJ
Volver al centro
Aunque algo ha ido apareciendo en los párrafos anteriores, quisiera recoger más sistemáticamente lo que tiene que ver con ese centro. Vaya por delante que la misma idea de hablar de márgenes y centro puede estar teñida de ideología. Habrá quien piense: ¿por qué es más centro Madrid que el Ixcán guatemalteco, o Barcelona que Lima? No pretendo hablar en términos socio-económicos. En realidad, centro y márgenes, en un mundo global, son conceptos muy relativos. Digamos que, en este caso, pienso que el centro es donde uno vive, y los márgenes ese espacio donde se encuentra con lo distinto, lo no familiar y –en el sentido de marginal– lo excluido de las esferas de bienestar.
Pues bien, el viaje, tal y como lo hemos descrito aquí, termina volviendo al centro, a casa. ¿Qué se puede esperar de ese retorno? ¿Y qué habría que evitar?
Creo que lo que hay que esperar es que el viaje no termine, sino que sea un punto de partida o una etapa significativa en el camino de cada persona hacia el prójimo.
Las conclusiones habrán de sacarse a la vuelta. Uno tiene que preguntarse: «¿Y ahora qué?». Es importante evitar las grandes formulaciones, las narraciones heroicas de lo vivido, el excesivo protagonismo. Los verdaderos protagonistas y héroes en esta historia –ojalá– son otros. También tiene un punto de infantil la excesiva crítica de lo propio y la mitificación de «lo otro». Es necesario pensar mucho en lo vivido, en lo encontrado, en lo aprendido. Quizá, más que respuestas, en estos viajes uno ha de encontrar muchas preguntas.
Es cierto que el tiempo pone distancia, pero, como ya hemos señalado, es esencial que no ponga olvido. El «viaje» ha de extenderse hacia el presente y, en forma de proyectos, hacia el futuro. A veces, uno podrá mantener el contacto con aquellos que ha encontrado. Otras veces no. Pero lo que es importante es que la realidad de aquellas vidas lejanas haya pasado a formar parte de la propia sensibilidad, sus heridas escuezan un poco en carne propia, y sus alegrías y triunfos nos llenen de ilusión. Es importante que el encuentro ayude a reordenar los propios horizontes, creencias y valores. Es esencial haber echado un poco de raíz en los márgenes, incluso si uno vuelve a casa.
Conclusión
Ahí queda la pregunta:
¿Es posible vivir así este tipo de viajes? ¿Es posible que dejen una huella fértil y viva? ¿Es posible que desencadenen dinámicas personales nuevas en quienes viajan y regresan al hogar? ¿Pueden ayudar a difuminar de algún modo las fronteras entre centros y márgenes? ¿Es posible que sean ocasión para tender puentes firmes en este mundo, a veces fracturado? ¿Y es posible que ayuden a alumbrar modelos de fraternidad, a sanar alguna que otra herida y a intuir nuevas formas de encuentro?
Si hay que dar una respuesta, diría que sí, que todo eso es posible. Y es deseable. No es el único camino, pero es un camino posible para humanizar las vidas y encarnar la fe. Con toda la dificultad de concreción de estos deseos. Con la humildad de saber que las realizaciones concretas siempre parecen insuficientes, minúsculas.
Es un camino que está sujeto, como tantas experiencias cotidianas, a ambigüedades y trampas que habrá que intentar evitar. Pero, sobre todo, es la oportunidad para transformar las miradas y los gestos de quien se atreve a salir de los horizontes conocidos. Son muchos los encuentros que han sido fecundos para quien viaja y para quien le acoge. Son muchas las personas cuyas vidas han ganado en seriedad, en hondura, en compasión y en alegría auténtica al hacer ese recorrido. Son muchas las gentes que, en contacto con vidas e historias distintas y reales, han comprendido mejor sus propias vidas y su responsabilidad. Y son muchos los jóvenes que han aprendido a creer de un modo diferente al encontrarse de veras con ese prójimo lejano, si acaso consiguen descubrirle verdaderamente próximo. Por todo eso, algunas veces, merece la pena intentarlo.