AUTORA: ROCÍO FAIRÉN
Despierto antes que nadie por culpa de los nervios, el ruido abrumador del ventilador en la habitación todavía desconocida y el sudor contra el cual hacía horas había dejado de luchar. La casa está en silencio y tímida me asomo a la ventana para ver por primera vez la luz de La Española. Ahí está, como lo seguirá estando los posteriores 29 días, Ambeto (Humberto Matos), nuestro vecino y el que a través de largas tardes de conversación, sonrisas y momentos llenos de sofisticada sencillez se convertirá en una de esas personas que me acompañará en el corazón toda la vida. En la misma calle, Juan López, una casa vecina escupe decibelios inmedibles de canciones de Romeo Santos, Juan Luis Guerra y otros muchos que todavía me tocaba descubrir. Intentando que el calor aplastante no me sorprenda, me levanto de la silla mecedora y pienso sin interiorizarlo mucho, “ya estoy aquí, he llegado”.
Vestida y duchada salgo a dar la vuelta a la manzana con ganas de ver y descubrir lo que iba a ser mi casa los próximos días. La gente camina diferente y no te miran igual. Percibo otro ritmo, otro mundo altamente seductor. Las sonrisas abundan y me cruzo con un grupo de adolescentes que, inclinando la cabeza, me regalan un “Saludos”. Así lo dicen ellos, me gusta mucho. Las calles son anchas, asfaltadas y plagadas de perros callejeros y “motoles” ruidosos con hasta cinco o seis pasajeros. Las casas son dominicanas, no encuentro otra palabra para describirlas y el olor, una mezcla de humo de vehículo y humedad caribeña.
De vuelta a casa tras mi exploración, conozco a Lía, la nieta de Ambeto y a Anita, su mujer, una señora sonriente y con una apacible simpatía que invita constantemente al diálogo. Empiezo a notar que el ambiente tiene un elevado contenido de atractivo del cual corro el riesgo de engancharme. Juan me invita a mi primer jugo de chinola y lo compramos en la casa de enfrente por tan solo 25 pesos. Empiezo a saborear Dominicana. Más tarde comemos nuestro primer arroz con habichuelas en la que se convertiría en nuestra segunda casa, el bar Ibiza “Algo diferente…”. Una Presidente bien fría acompaña el almuerzo mientras comentamos por grupitos nuestras ganas de cruzar la frontera.
Nos reunimos con Alexis en casa antes de ir a Anse-à-Pîtres a conocer a los niños de Ayitimoun Yo. Me interesa escuchar la historia de la ONG desde su punto de vista y sus vivencias. Al igual que Lucía, consigue emocionarme con sus palabras y su dialéctica transmiten una paz interior que me epata. Al terminar siento una pulsión incontrolable de hablar con él horas y hacerle mil preguntas. Noto que puedo aprender mucho tanto a nivel personal como profesional para mi carrera enfocada hacia este mundo. Mi intuición no me falló y con el paso de las semanas descubro poco a poco que es un tesoro de persona.
Nos recogen varios motoconchos para llevarnos a la frontera y pasar al “otro lado”. A medida que avanzamos por la recta que desemboca en Haití, el paisaje se metamorfosea progresivamente en decadencia. La línea geopolítica que divide en dos las isla caribeña se materializa por una humilde alambrada controlada por unos cuantos Cesfrones que pretenden imponer con sus armas colgadas al hombro y sus miradas poco amigables; muchos blancos juntos. El cauce de un río seco lleno de piedra blancas, basura y ropa abandonada, también se encarga de dividir La Española para que quede claro que República Dominicana no es Haití y que Haití no es República Dominicana. El entorno es gris, hostil y frío a pesar de los casi 40 grados de temperatura. Un puente une las dos realidades. A un lado puedes intuir el azul turquesa de las aguas que baña Les Salines, una zona dónde las familias luchan por sobrevivir gracias a la pesca y los niños aparentan ser felices jugando con un palo y una rueda vieja. Al otro lado, la vegetación dominicana y el secano de Haití se fusionan en un horizonte que parece infinito por la bruma que se crea con la humedad.
Caminamos a paso lento hacia lo que actualmente es la residencia de 46 ángeles que forman Ayitimoun Yo. Percibo otro ritmo, otro ritmo diferente al mío y al de Pedernales, otro ambiente. Las miradas de la gente son distintas, muchas se pierdan en el horizonte, otras transmiten soledad, angustia y dolorosa resignación. Las calles no están asfaltadas y el polvo que se mezcla con basura y pies descalzos invade sin piedad cada rincón. Algún Haitiano, tímido de ver a 18 blancos avanzando como zombies por lo que para ellos es su zona de confort diario, articula un “bonjour”. Los niños menean sus manos con entusiasmo y dan pequeños saltitos mientras gritan con emoción “blan, blan!!”. El trayecto dura unos 15 minutos a pie y no soy capaz de abrir la boca. Mi cabeza sufre un bombardeo de pensamientos e ideas, mi corazón una invasión de sentimientos incontrolables que pisan con fuerza. Mis ojos perciben vidas atrapadas y cuerpos encarcelados por la historia, el tiempo y una política cuya esencia es la perversión más pura del ser humano. La dureza y hostilidad del entorno no me dan miedo, sé que mi adaptación será inmediata y durante mi estancia corroboraré mi certeza de querer dedicar mi vida a trabajar con seres humanos que viven como los haitianos de Anse-à-Pitres.
Al llegar a casa de los niños (espacio cedido por el colegio del pueblo), tímidos nos vamos acercando los unos a los otros y preguntando sus nombres los cuales era incapaz de recordar al día siguiente. Hay niños de todas las edades y con pasados muy duros pero todos tienen un denominador común del cual ninguno se libra: el amor. Sin necesidad de intercambiar palabra sientes ese amor desinteresado en el ambiente el cual eres incapaz de esquivar. Comen tres veces al día, tienen zapatos, ropa limpia y colchones sobre los que dormir bajo un techo. Son una gran familia preciosa que a pesar de los sufrimientos y situaciones particulares de cada miembro, convive en paz y luchan por su futuro común e individual. Actualmente está en marcha la obra de tres casitas y un edificio principal diseñados y levantados con esfuerzo y paciencia que en el mes de octubre se convertirán en su hogar y propiedad. Entusiasmados los niños acuden con frecuencia al terreno para ver los avances y poner su grano de arena trabajando para levantar su casa.
Los voluntarios de Lo que de verdad importa pasamos con estos niños y otros 200 del pueblo, los 30 días más bonitos de mi vida. Lo que acabo de expresar no es más que el primer día de lo que iba a ser una maratón de potentes sensaciones, esfuerzo, don y momentos irremplazables.
Trabajando con Ayitimoun Yo me he vuelto a poner en contacto con el grado más elevado y puro de la sencillez humana lo que suele ir de la mano con la riqueza del corazón. He conocido a gente maravillosa los cuales cada día, yendo con los ojos bien abiertos, me han dado pequeñas leccioncitas de vida, pequeñas enseñanzas que valen millones.
Gracias a la fundación Lo que de verdad importa por darme la oportunidad de incorporarme al equipo de voluntarios. Gracias a mis compañeros por vuestro trabajo y momentos de risas y diversión. Gracias a todos los valientes que componen Ayitimoun Yo (fundadores, educadores, arquitectos, voluntarios…) ya que me habéis inyectado una ampolla llena de fuerza y vitalidad muy valiosa. Gracias a todas y cada una de las personas que me he cruzado en Pedernales y Anse-à-Pitres porque he descubierto en vuestra isla un rincón único y maravilloso del planeta al que sin duda volveré.
(Autora: Rocío Fairén, compañera del Máster en Cooperación Internacional, fotógrafa y amiga)