Viajar a los márgenes para volver al centro (1ª parte)


AUTOR: JOSÉ MARÍA RODRIGUEZ OLAIZOLA SJ

 

«No basta con hacer viajes de vez en cuando a las fronteras, llevar una donación, hacer un reportaje impactante y lanzarlo al torrente mediático que se expande por el mundo entero. Ni siquiera es suficiente permanecer por algún tiempo. Es necesario echar raíces hondas en las realidades fronterizas para estar sólidamente arraigados, para pertenecer a ese mundo, para ser de ahí.

(Benjamín González Buelta, Tiempo de crear, p. 19)

Un joven universitario, digamos que el año en que hace cuarto de carrera, decide pasar el verano en un país distinto, colaborando con una ONGD o en una institución vinculada a una congregación religiosa con la que tiene contacto. Ofrece uno o dos meses de su tiempo y se marcha, a veces atravesando un océano, para pasar una temporada «ayudando». Supone para él la oportunidad de conocer otra realidad, abrir los ojos a la situación de otras personas, empaparse de otra cultura…; y además lo hace dando lo que puede: tiempo, trabajo y dinero –pues normalmente la experiencia le sale por un buen pellizco. A la vuelta tendrá mucho que contar.

La situación descrita no es una fábula literaria, sino algo bastante habitual en contextos pastorales cristianos. Encontramos gente que durante el verano va a cooperar en escuelas, en aldeas, en parroquias, en centros de salud, dando clases, catequesis, talleres…Y es un tipo de experiencia que suscita interesantes debates, que van desde posiciones matizadas hasta enfrentamientos enconados.

Hay muchas personas que consideran este tipo de experiencia –que en algún momento más adelante llamaré viaje solidario– como una oportunidad única, enriquecedora y que hace mucho bien a quienes pasan por ella. En este caso, se considera que la apertura de horizontes, la mirada cara a cara –y no a través de un televisor–, la inmersión, aunque sea breve, en espacios donde la pobreza es muy real, todo eso remueve a las personas, les aporta una perspectiva que difícilmente se adquiere en las sociedades de la abundancia y les puede hacer replantearse con más seriedad su vida, sus opciones y deseos. Evidentemente, hay que cumplir unas condiciones básicas. No vale cualquier cosa en este tipo de presencias.

En el otro extremo, hay quien considera que este tipo de actividades tienen un peligroso tufo a turismo social; que el desembolso que implican es contradictorio con el fin que se pretende –un gasto que, empleado de otro modo, permitiría aliviar la situación de muchas personas–. En estos casos se teme que, en realidad, lo que se esté haciendo sea «jugar» a la cooperación, casi como otra forma de consumo, en este caso de experiencias, y que además sólo está al alcance de carteras abultadas. Poco menos que una versión global y postmoderna de aquello de la película Plácido, de Berlanga: «siente un pobre a su mesa». Ahora sería algo así como ir a ver la realidad atravesada de muchas vidas, antes de volver al confort del propio contexto y empezar a olvidar lo vivido, eso sí, hermosamente vestidos con chaquetas guatemaltecas o ponchos a lo Rigoberta Menchú.

Ambos extremos pueden darse. Hay, entonces, promotores entusiastas y detractores más o menos ácidos de este tipo de actividades. Pero, como ocurre con tantas otras facetas de la vida, la realidad no es blanca ni negra, y entre los extremos hay muchos matices y puntos intermedios. Con este artículo no pretendo posicionarme definitivamente, entre otras cosas porque tengo la sensación de que este tipo de experiencias pueden ser positivas en ocasiones, y tremendamente ambiguas y, por tanto, rechazables en otras. Quisiera, más bien, ofrecer argumentos para el diálogo –y no para la confrontación…– para tratar de que quienes defienden a capa y espada este tipo de actividades puedan también desenmascarar las inconsistencias y peligros de hacerlo de manera acrítica. Y para que todos aquellos que, por definición, se expresan «en contra de» este tipo de actividades puedan reflexionar sobre aquellas razones que pueden legitimarlas en determinadas ocasiones.

¿Un viaje para dar o para recibir?

Vaya por delante una consideración. Hay quien se plantea estos viajes como «una ocasión de ayudar». Piensa, o propone, dedicar un mes o dos para ayudar en tal o cual contexto. Pregunta si a las personas que trabajan allí no les vendría bien un maestro, una médico, un arquitecto o una ingeniera agrónoma… En realidad, para poder ayudar de verdad, en la mayoría de los casos hace falta más tiempo. Muchas instituciones sólo acogen a gente que va al menos por un año, o a gente que se compromete con un proyecto con regularidad o con la promesa de cierta periodicidad. Es comprensible. Se tarda un tiempo en aprender, en hacerse un lugar, en pasar, de ser alguien a quien hay que llevar a todas partes, a ser alguien que puede colaborar a fondo.

Es decir, no quiero minimizar la posible ayuda que se da. Pero creo que es de justicia reconocer que quien va en esas condiciones va, sobre todo, a aprender. Y que muchas veces quien les acoge hace un esfuerzo, y lo hace desde el deseo de ayudarles a abrir los ojos. Por eso en las próximas páginas incidiré mucho más en la reflexión sobre ese aprendizaje de quien va, para no mitificar una colaboración que, en una primera etapa, es necesariamente muy pequeña.

Dicho esto, ¿por qué viajar así?; ¿por qué lanzarse?; ¿por qué salir?

truman

Es necesario salir de los límites conocidos

Vivimos en mundos-burbuja. Es difícil salir del terreno conocido. Todo parece conspirar para que las personas se mantengan dentro de unos límites políticamente correctos. Bajo la etiqueta de «transgresor», «alternativo», «diferente»… se enmascara hoy un convencionalismo quizá más divertido que el de antaño, pero igualmente constrictor. La cultura del bienestar nos envuelve en dinámicas que entretienen, pero también empobrecen el horizonte. ¿Qué es hoy verdaderamente transgresor, diferente, o alternativo? Ciertamente, no las conductas de riesgo o las vestimentas pintorescas. No las conductas sexuales o determinadas opciones estéticas.

¿Qué es hoy pensar por uno mismo? ¿Qué es salirse de los cánones? ¿Qué es remar contra corriente? Está difícil encontrar algo que suene verdaderamente distinto. Hasta la libertad termina siendo un eslogan para vender camisetas.

Es útil pensar en esto sin dramatizar ni exagerar. No todo en la vida puede ser diferente, nuevo, rompedor. Pero existe el peligro de que todo en la vida sea convencional. Uno puede construirse una vida encapsulada en espacios hechos de hábito y seguridad, de personas semejantes a uno mismo y situaciones estables. Todos podemos terminar estableciendo fronteras vitales y sociales impermeables a lo distinto. Si eso ocurre, terminamos teniendo perspectivas chatas, miradas incompletas y, probablemente, ignorancia acerca de un mundo amplio, complejo y lleno de matices. ¿Se ve lo que es diferente? Sí, pero sólo como noticia, con la mirada del espectador que sabe de «cosas que pasan», pero ni siente ni padece por ello, porque al apagar el televisor la única realidad que queda es la de mi aquí y ahora. El espectador tiene muy difícil sentir.

Esto no es culpa de quien no ha conocido otra cosa. Puede ocurrir en infinidad de ámbitos. En lo más personal, uno puede anclarse en tres o cuatro seguridades que le permiten vivir sin salir de terrenos conocidos. También las instituciones de las que uno forma parte pueden reproducir esa óptica, y entonces los problemas y oportunidades propias parecen lo único importante en el mundo.

En la película El Show de Truman, la escena final tiene una fuerza poderosa. Truman Burbank, hasta el momento recluido en un mundo con límites bien definidos, llega abruptamente al final del horizonte conocido. Su barco se estrella contra una pared pintada como un cielo. Y descubre una puerta. Una fractura en ese mundo ideal y perfecto, que le revela que hay algo más allá. Un agujero que se abre a una parte del mundo que no conoce, donde quizá la vida es más compleja, las amenazas más reales, y las historias más auténticas. El creador del mundo ideal en el que vive le insta a quedarse, a no salir a la intemperie. Pero Truman atraviesa el umbral de esa puerta. ¿Fin o principio? Los escépticos dirían que Truman, una vez visto el vecindario, volverá a entrar y a cerrar la puerta por dentro, después de descubrir que el mundo de fuera es desapacible. Los optimistas pensarán que tras salir al mundo real ya no hay marcha atrás hacia la burbuja.

¿Cuál es el problema de este mundo-burbuja? Si uno está tranquilo, cómodamente instalado en sus seguridades, rodeado de un universo familiar y no amenazante, ¿por qué poner objeciones? Después de todo, no es un mundo irreal. Es tan real como otros muchos ámbitos. Sólo que limitado. Pero limitadas son, al fin y al cabo, todas las perspectivas. En todo caso, es una parte pequeña de la realidad. Pero nadie puede abarcarlo todo. Entonces, ¿por qué este afán por romper la burbuja?

Primero, por humanidad básica. La mayoría de los seres humanos no pueden vivir en islas de bienestar. Pensar en sociedades encerradas en sí mismas mientras otras agonizan, resulta, cuando menos, provocador. Tenemos cierta responsabilidad común.

Segundo, por fe. Al menos para los creyentes, hay una llamada real a mirar al mundo en sus fracturas y sus posibilidades, desde la conciencia de una fraternidad amplia y la necesidad de una salvación que, sin esperanza concreta, termina siendo evasión.

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