Impresiones sobre un hecho cotidiano


AUTOR: RICARDO DUBCEK

pahricardo

Hoy he llegado tarde al trabajo y por el camino me he encontrado con una muy buena amiga de mis padres que es casi mi segunda madre. Me dijo que adónde iba yo con esa sonrisa de oreja a oreja y es que tenía motivos para estar contento, aunque lo cierto es que mi alegría tenía un regusto agridulce. Venía de Vallecas, donde unas docenas de compañeros habíamos conseguido parar un desahucio, aunque el hecho tenía luces y sombras.

Por un lado fue una agradable sorpresa que, más allá de los fotógrafos «free lance» que están ahí siempre, esta vez se les había unido una periodista francesa venida expresamente desde París para hacer un reportaje sobre la PAH. Sophie apareció por ahí a las 7 de la mañana, como casi todos, y como las tres horas y pico de espera hasta el lanzamiento (la misma hora prevista para el desahucio) se hacían largas, se dedicó a entrevistar a todos los que estuvieran por la labor, que era todo el mundo: los afectados, el abogado, vecinos, activistas… Escuchar las preguntas y las respuestas le encogía a uno al corazón, pero a la vez permitía vislumbrar que algo nuevo empezaba.

La historia de Raquel y José es una de tantas: una familia con cinco hijos menores de edad, de los cuales varios tienen enfermedades crónicas, alquiló inadvertidamente un piso en malas condiciones firmando un contrato fraudulento. Resulta que el supuesto propietario no era tal, pues la hipoteca había sido vendida como producto financiero tóxico a un «fondo buitre» (una empresa financiera dedicada a la especulación con viviendas) que ahora quiere expulsar a la familia. Aun así, esta familia reformó el piso con sus propias manos.

En un principio el fondo argumentó la queja de los vecinos como motivo, ante lo cual estos firmaron una carta en la que expresaban su apoyo a la familia y a que se les diera un alquiler social. ¿Resultado? Silencio administrativo, a pesar de los intentos de negociación, la presentación de todos los documentos habidos y por haber, los encierros en el banco y el apoyo de familiares, amigos y activistas. Mientras al padre le daban una pastilla para calmar su ansiedad, la madre nos invitaba a todos a café y expresaba su preocupación ante la posibilidad de tener que sacar a sus hijos del colegio, en el que uno de ellos tiene una beca gracias a su elevado rendimiento académico.

Más tarde Sophie entrevistó al abogado de la PAH que lleva el caso de esta familia. Manu nos contó cómo ni él ni ningún otro de los que trabajan para la PAH (abogados, psicólogos y activistas) cobran un duro, sino que cada uno aporta su tiempo en la medida de sus posibilidades. Él concretamente es militante comunista y como afirma citando al Che Guevara, “la medida de un revolucionario es sentir en la propia mejilla la injusticia perpetrada sobre cualquier persona”, lo cual le empuja a asesorar desde hace tres años a familias afectadas por esta crisis/estafa, a redactar y presentar mil y un papeles, a ocupar bancos, a organizar activistas… Compatibiliza estas tareas con su trabajo “normal”. Todos los días sale de casa a las ocho de la mañana y vuelve a la medianoche.

Luego están los activistas. La distinción entre éstos y los afectados a veces no está clara o directamente es inexistente: los hay que han sufrido en sus carnes el drama del paro, de las cartas del banco en el buzón, las llamadas telefónicas o incluso los antidisturbios en la puerta y que, hartos, no soportan que otras familias tengan que pasar por eso. Están los que hacen el proceso inverso y empiezan como activistas pero escuchando a los abogados, aprovechan para releer sus propias hipotecas y ven que también están llenas de las irregularidades criticadas incluso por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Por último, están los activistas que no pertenecen a ninguna asamblea pero que se apuntan  a un bombardeo: como escribía Artur London, “se levantan antes del alba” y se les ve en Entrevías, en Villaverde, en Carabanchel, en San Blas… Esta lucha no entiende de género, edades, razas ni fronteras: hay hombres y mujeres, adolescentes y jubilados, gitanos y payos, españoles, ecuatorianos, búlgaros, marroquíes… “Española o extranjera, la misma clase obrera”.

Escuchar a toda esta gente le encoge a uno el alma. Sin embargo, se crea un sentimiento de comunidad como pocas veces nos es dado sentir (“Y tú vendrás, marchando junto a mí, y así verás tu canto y tu bandera florecer…”). Y eso es algo que, con voz quebrada y a grito pelado, merece la pena experimentar.

Al fin llegan las 10:30, hora prevista del desahucio. Llevamos ya un par de horas en la casa, haciendo más llevadera la espera tomando café, tuiteando, reconociendo viejos amigos y haciendo otros nuevos, hasta que ya con el sol alto bajamos a la calle. Siempre hay algún megáfono que nos empuja a corear rimas pegadizas: “Vecina, despierta, desahucian en tu puerta”, “Queremos un pisito como el del principito”, “El próximo indigente que sea el presidente”, “El próximo parado que sea un diputado”. Se trata de visibilizar la lucha y hacer ruido, y vaya si lo hacemos.

La familia está en vilo: los niños se han quedado con la abuela para no pasar por esto, José está hecho un manojo de nervios y no para quieto, Raquel y su tía lloran. Llega la comisión judicial y los representantes del fondo con su camisita y su canesú en un coche de la policía municipal (“Servir y proteger«: ¿a quién y para qué?) y se les acerca Manu, el abogado, y Feli, otra veterana activista. Son nuestros negociadores; la norma es que sólo ellos hablan con las “autoridades”. Se confirman nuestras expectativas: el fondo no quiere negociar. Sin embargo, ellos son tres con cuatro municipales, nosotros somos docenas y no vamos a ningún lado.

Al fin aceptan la realidad y se ven obligados a posponer el desahucio por no disponer de suficientes efectivos policiales (“¡No nos escoltéis, que no somos el rey!”), pero la tregua firmada será sólo de nueve días: el 28 de mayo volverán dispuestos a dejar a Raquel, a Jose y a sus hijos (todos menores, los más pequeños dos gemelos de dos años) en la calle.

Ese día probablemente no baste sólo con gritos y cánticos. Ese día sellarán la calle de madrugada para que no podamos ni siquiera entrar a reconfortar a esta familia. Ese día probablemente no vengan tres policías municipales, sino varios furgones con su correspondiente carga de antidisturbios, con sus cascos, sus armaduras, sus esposas y sus porras. A fin de cuentas, somos gente peligrosa (“Que no, que no, que no tenemos miedo, que no…”).

Sin embargo, estaremos esperándoles. No les odiamos, pero nos tendrán enfrente hasta que se quieran poner a nuestro lado. Si puedes, ven a apoyar con tu presencia. Si no, difunde, tuitea, comenta. Como decía aquel viejo eslogan, “nadie es imprescindible, pero todos somos necesarios”.

(Autor: Ricardo Dubcek, compañero del Máster en Cooperación Internacional y amigo)

 

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