AUTOR: RICARDO DUBCEK
Esta mañana estaba previsto el tercer intento de desahucio de Raquel, su compañero Jose y sus cinco hijos (16, 12, 3 y dos gemelos de 2 años). Se habían agotado todas las vías: ayer, esta mujer y unos cuantos activistas fueron a las oficinas del banco y del fondo buitre propietarios del piso para intentar negociar, pero nadie quiso recibirlos. Les amenazaron con llamar a la policía y hasta les impedían ir al baño para obligarles a salir del edificio.
La noche anterior llegamos algunos compañeros. Nos encontramos a Jose y a su cuñado metiendo todas sus posesiones en una furgoneta, se temían lo peor. Juguetes de los niños, zapatos, lámparas, mil cachivaches. “Cuántas cosas caben en una casa”. Hubo que hacer un par de viajes a casa de los padres de Jose. Mientras, ella nos ofrecía cena y café, seguía recogiendo, barría. Había que mantener la mente ocupada, no sentarse en los pocos muebles que quedaban, no mirar esa pared blanca y pensar que tal vez fuera la última vez. ¿Qué se le dice a una mujer a la que van a desarraigar de su barrio, alejándola de los médicos que tratan las enfermedades crónicas de sus hijos, del colegio donde uno de ellos está becado por sus buenas notas? “Tranquila, no te preocupes, esta noche la vamos a pasar contigo y mañana vamos a ser muchos más, ¿no te acuerdas de cuántos éramos la semana pasada? Esto se va a parar.” Y mientras tanto piensas en otros desahucios y en cómo se llena siempre la calle de furgones policiales, cómo cortan la calle, cómo cada vez vienen más y más temprano…
Hay momentos de tensión, hay momentos de llanto, pero el activismo es alegría o no es nada, así que también hay risas. Entre nosotros hay veteranos que rememoran viejas historias de lucha, pero también chistes y leyendas escuchadas a sus mayores. Nos cuentan que sus abuelos se las contaban en sus pueblos por las noches para evadirse de humedades y fríos, muy serios y garrota en mano, así que como entonces no podían reírse (los garrotazos ante las faltas de respeto eran cariñosos, pero garrotazos al fin yal cabo), aprovechan ahora.
Nos dan las tres y pico y al fin vamos a dormir, apañándonos como mejor podemos: en el piso queda un sofá, algún colchón, un par de mantas, algunos tenemos sacos de dormir. Intentamos apagar la tele (el mando no aparece por ningún lado), compartimos las últimas historias… caigo redondo.
Me despierto con la gente que viene y va. Miro el móvil y son las seis y algo, todo el mundo está ya en pie. Estoy en medio del salón pero nadie ha querido molestarme, así que Raquel, Jose, los activistas y los fotógrafos se apiñan en la cocina y el pasillo. No contentos con tenerme a cuerpo de rey, me dicen que hay café en la cocina y hasta un par de magdalenas. Con esta gente es imposible pensar que las cosas no pueden cambiar.
Y sin embargo, la realidad es implacable: la policía ha vuelto a madrugar. Desde la ventana no podemos ver cuántos furgones han llegado, pero sí vemos agentes municipales y nacionales, algunos antidisturbios. Han cortado la calle. Los fotógrafos están con nosotros, pero sabemos que los activistas que van llegando no podrán entrar al piso. Apoyarán con su presencia, sus cánticos y sus gritos a una familia a la que muchos no han visto nunca, bajo una lluvia que no entiende de solidaridad. Desde la casa vemos alguna cara nueva, pero muchos están curtidos: para la mayoría no es la primera vez ni la segunda, así que probablemente hayan venido bien abrigados.
El desahucio está previsto a las 9:30 y como siempre, la espera se hace larga. Colgamos una pancarta del balcón, tuiteamos, intentamos animar a Raquel. Jose se ducha y se va a trabajar, sin saber si cuando vuelva podrá entrar a su casa. Los niños no están, igual que hace una semana han pasado la noche con los abuelos. Al igual que durante los últimos meses, Raquel apenas ha dormido: dice que quiere que todo acabe, ya no aguanta más.
Y efectivamente, todo acaba. A las 9:20 vienen a echarnos. Gritamos que es ilegal, la orden judicial no autoriza hasta las 9:30 su entrada en la vivienda. Así pues, nos dan diez minutos. Raquel no quiere que resistamos, no quiere que detengan ni hieran a nadie. Salimos, entran. Permiten que se saquen las pocas pertenencias que seguía habiendo en el piso. Nos piden la documentación. Algunos decimos que no tenemos. Se disponen a llevarnos a comisaría. En el coche patrulla no funciona el cinturón de seguridad en los asientos traseros. Al pedir que lo solucionen, pues la ley exige llevarlo puesto, la respuesta del agente es muy sincera: “Unas leyes se cumplen, otras no”.
(Autor: Ricardo Dubcek, compañero del Máster en Cooperación Internacional y amigo)